Napoleón, libertador de los judíos y precursor del sionismo
Napoleón escribió una proclama, el 20 de abril de
1799, con la que creaba un estado judío independiente.
Si bien la Revolución francesa emancipó a los judíos,
haciéndolos ciudadanos, la liberación efectiva del pueblo de David se debió a
Napoleón.
Tras el decreto de la Asamblea Constituyente del 27 de
septiembre de 1791, que les confirió igualdad de derechos, los judíos
continuaron viviendo en sus comunidades, con sus propios sistemas de justicia y
estado civil.
La Convención, debido al ateísmo, cerró las sinagogas
y prohibió hablar hebreo, lo cual no era una medida discriminatoria, sino que
formaba parte de la política lingüística centralizadora de los jacobinos. Los
revolucionarios, pese a haber dado lugar a su emancipación, les hicieron la
vida bastante difícil a los judíos en tanto creyentes.
Napoleón se propuso que fuesen ciudadanos por
completo, con todos los derechos y deberes que esto implica.
Acaso tal decisión se produjo tras la victoria de Austerlitz,
cuando en el camino de regreso a París se detuvo en Estrasburgo, donde un
asunto contencioso con los judíos locales dispuso su simpatía en favor de
éstos. Pero no hay que desestimar que ya había efectuado el
Concordato con la Iglesia Católica; quería asentar todos los cultos dentro de
determinados valores (es decir, la “laicidad”) porque entendía que la religión
no podía desarraigarse. Hizo abrir las iglesias, y les acordó la libertad
religiosa a los protestantes. Los judíos debían gozar del mismo derecho que
católicos y protestantes.
¿Habría que ver en la predisposición favorable de
Napoleón hacia los judíos el hecho de que en su Córcega natal el antisemitismo
era desconocido porque casi no había judíos? Sin embargo, Córcega liberó a
éstos bastante antes que lo realizado a partir de la Revolución francesa. (¿No
había dicho Jean-Jacques Rousseau que esa isla un día asombraría al mundo?) Y,
cuando en Ajaccio Napoleón huía de las huestes enfurecidas de su enemigo Paoli,
pro-inglés, salvó la vida porque el judío Levy lo escondió.
Napoleón, precursor del
sionismo
Lo cierto es que en su primera campaña como general en
jefe del Directorio, la de Italia entre 1796 y 1797, ya liberó a los judíos de
los guetos porque le resultó insoportable el sufrimiento de éstos. Primero fue
el de Ancona, el 9 de febrero de 1797. Le siguieron los guetos de Roma,
Venecia, Verona y Padua.
Su siguiente campaña fue la de Egipto, en 1798. El
ejército republicano se adentró en el territorio que llamaron “Siria” y hoy es
el estado de Israel. Napoleón, no obstante, sabía muy bien qué suelo estaba
pisando. Cuando se aproximaba a los Santos Lugares, llamaba al sabio Gaspard
Monge a su tienda para que le leyera en voz alta pasajes de la Biblia. El
ejército de ateos parecía sucumbir al fervor religioso. Y el general en jefe
hasta buscó inspiración en el cruzado Godofredo de Bouillon cuando éste tomó
Jerusalén.
El 9 de Av (Tisha b’Av) es “el día más triste en la
historia judía”, el “día de la calamidad”, que recuerda la destrucción tanto
del Primer Templo como del Segundo. Ese día, mientras estaba en “Siria” (¿o fue
ya en Italia?), Napoleón pasó por una sinagoga y oyó gritos, llantos y
alaridos. Intrigado, entró y preguntó cuál era la causa de tanto dolor. Se le
contestó: “Nuestro templo ha sido destruido”. Bonaparte entendió por “templo”
una sinagoga. Adujo: “¿Cómo es posible que no supiese nada? ¡Nadie me ha
informado que vuestro templo ha sido quemado!”. Se le dijo que ello había
sucedido 1700 años atrás. Se detuvo a reflexionar y exclamó: “Un pueblo que
recuerda tanto su pasado tiene su futuro asegurado”.
El asedio de San Juan de Acre (hoy Akko, en Israel)
tuvo lugar entre el 20 de marzo y el 21 de mayo de 1799. Los franceses contaban
tomarle la ciudad a los turcos, quienes estaban muy bien sostenidos por los
ingleses.
En pleno asedio, Napoleón escribió una proclama, el 20
de abril, en la que aparece que fue redactada en el “cuartel general de
Jerusalén”. Se titula: Proclama a la nación judía. Con la que creaba un estado
judío independiente. Bonaparte pensaba ocupar San Juan de Acre (lo que no
logró), para de ahí dirigirse a Jerusalén y hacer realidad su proyecto del
estado judío. Los ingleses se le atravesaron.
En esa proclama, el “corso vil” (como lo llamó José
Martí) denomina a los judíos como “los herederos legítimos de Palestina”. Se
leía: “¡Apresuraos! Es el momento que no volverá tal vez de aquí a mil años
para reclamar la restauración de vuestros derechos civiles. (…) Tendréis
derecho a una existencia política en tanto Nación entre las naciones”.
Se ha visto en tal proclamación el origen del
sionismo. Curiosamente, el “corso vil” llama a los judíos de Asia y África a
que retornen a la nación judía que se va a crear. Pero no convoca ni a los
franceses ni a los europeos: ¿tenía ya en mente el plan de integración que
luego implementaría con el pueblo de Moisés en territorio europeo?
¿Se apoyó sobre textos bíblicos, ya que muchas de sus
referencias prácticas provenían de la historia antigua, cuando llamó a la
reunión de la nación judía en Tierra Santa? ¿O quiso ponerse al frente de ese
Estado? Al parecer, esta probable obsesión no lo abandonó: el 16 de agosto de
1800 escribía que “si yo gobernara una nación judía, restablecería el templo de
Salomón”.
Lo cierto es que su Proclama a la nación judía fue
utilizada por Theodor Herzl, el
fundador del sionismo, e incluso se habría presentado en la ONU en 1947, con
vistas a la creación del estado de Israel.
(Napoleón III, el sobrino del “corso vil” que tanto
seguía al tío, se interesó en principio en un proyecto de índole “sionista” que
le había propuesto Henri Dunant, el originador de la Cruz Roja.) Theodor Herzl, en carta al Kaiser Wilhelm II del 1 de
marzo de 1899 escribió: “La idea que yo defiendo (la de un estado judío), ya
fue intentada en este siglo por un gran monarca europeo, Napoleón I. La
instauración del Gran Sanedrín en París no fue sino el muy débil reflejo de esa
idea. (…) Es sobre este mismo signo que conviene situar la cuestión judía.
Desde entonces, lo que no fue posible bajo Napoleón I, ¡que lo sea bajo Wilhelm
II!”
Exactamente cien años después de la proclama
napoleónica, Herzl le dirigía esa carta al Kaiser. Y unos 50 años más tarde,
David Ben Gurion declaraba la independencia de Israel. La oportunidad, según Bonaparte, que en mil años no
volvería a presentarse, se vio reducida a 150 tras su idea fundadora.
El Gran Sanedrín y los
rabinos del Emperador
La proclama de 1799 fue reproducida en el Moniteur y
en otros periódicos de Europa. Los judíos del Continente reconocieron en el corso
al mesías, “aunque comiera tocino”.
Fue sin embargo otro acontecimiento el que condujo a
una identificación mesiánica con la figura de Bonaparte más acentuada, debido a
las implicaciones prácticas que produjo en la vida cotidiana de los judíos, no
sólo en Francia sino en los países que pasaron a formar parte del Imperio, en
los que Napoleón solía aplicar una organización similar a la de Francia.
Tras haberse impresionado negativamente con las
coerciones que aún sufrían los judíos, en Estrasburgo de regreso de Austerlitz,
emitió un decreto, el 30 de mayo de 1806, que suspendía por un año el pago de
deudas contraídas con los judíos por los agricultores de 8 departamentos del
este de Francia. Ese mismo día, otro decreto llamaba a una Asamblea de
Notables, “para mejorar la suerte de la nación judía”.
La dicha asamblea abrió en julio de 1806, y se
extendió hasta el 6 de abril de 1807. Los judíos más distinguidos y rabinos,
provenientes de toda Francia, debían deliberar sobre 12 preguntas que les
sometió el Emperador, cuyo objetivo era que se comprometieran a respetar la ley
francesa. Las respuestas tenían que demostrar que la Torah podía estar en
conformidad con la legislación en regla.
La primera pregunta era bastante sorprendente, pues se
refería a si los judíos renunciarían a casarse con varias mujeres. Napoleón,
quien con certeza no conocía a judíos en su entorno, ¡pensaba en la Biblia y
adujo que los hebreos continuaban practicando la poligamia! La segunda, era
sobre si aceptaban el divorcio sin que fuese pronunciado por un tribunal
rabínico. La tercera, si estaban en contra de los matrimonios mixtos. Entre las
restantes, se encontraban: ¿se consideraban franceses?; ¿estaban dispuestos a
defender a su patria, Francia?; ¿quién nombraba a los rabinos?; ¿era cierto que
una ley judía prohibía a los israelitas practicar la usura con sus
correligionarios?
Los delegados desconocían previamente las preguntas y
ni siquiera sabían para qué el Emperador los había convocado. Comprendieron con
presteza, sin embargo, que en dependencia de sus respuestas serían excluidos o
mantenidos en la comunidad francesa. Unánimemente, se pronunciaron por
“defender a Francia hasta la muerte”. Pero la Asamblea se dividió respecto a
los matrimonios mixtos; fueron los rabinos quienes se opusieron: ¿cómo un
rabino iba a bendecir la unión de una cristiana con un judío, ¿cómo un cura iba
a casar a un cristiano con una judía? No obstante, aceptaron que esos
matrimonios tenían todo valor civil, así como que un judío que se casase con
una cristiana no dejaba de serlo para sus correligionarios. La repercusión de esta asamblea fue tal que
Metternich, embajador austríaco en París, escribió alarmado a su ministro de
exteriores: “Todos los judíos consideran a Napoleón su mesías”.
En efecto, todos estaban contentos: los hebreos, los
colaboradores del Emperador y su ministro del Interior (que en ese momento no
era Fouché). Pero Napoleón, no. Quería algo más contundente. Entonces se acordó
que, siglos atrás, se reunía un areópago de grandes prestes en Jerusalén que
representaban a los judíos ante los romanos, llamado Sanedrín. Supongo que
cuando le expresó a sus funcionarios la intención de revivir el Sanedrín, le
dijeron: “¿Un qué, Sire?”
El Sanedrín había gobernado a Israel desde 170 antes
de J.C hasta 70 después de J.C. Como con Napoleón todo se magnificaba, le
añadió el adjetivo “gran”.
El 23 de agosto de 1806, en los preparativos del
cónclave, le había escrito a su ministro del Interior: “Jamás, desde la toma de
Jerusalén por Tito, tantos hombres ilustrados pertenecientes a la religión de
Moisés, pudieron reunirse en el mismo lugar”. En realidad, el Sanedrín, en la antigüedad, tuvo lugar
en muy contadas excepciones en el Templo. A Napoleón esto le importaba muy
poco, menos aun que hacía 18 siglos que no funcionaba. Él decía que “la
imaginación gobierna el mundo”: al mismo tiempo satisfacía la suya y hacía que
la de los judíos, halagados, volase a lo más alto, “como en los tiempos de
Jerusalén”. Su verdadera intención era, en el fondo, más pragmática: las
respuestas de los delegados en la previa Asamblea, tendrían que ser
santificadas por el Gran Sanedrín y puestas al lado del Talmud como artículos
de fe.
Hizo que se copiara el ceremonial que se usaba en
Israel más de 1700 años atrás, y los escogidos, en número de 71, se dispusieron
en mesa en semicírculo, como en la época del Segundo Templo.
Entre los 71, 45 eran rabinos y el resto, laicos. La
solemne carta de invitación había sido escrita en hebreo y en francés; se
consignaba que sería un evento que “permanecería en la memoria por los siglos
de los siglos”. Se designó presidente del Sanedrín al rabino David Sintzheim,
quien había sido uno de los seis delegados judíos a la Asamblea Constituyente
que decretó la emancipación en 1791. (Posteriormente, en 1808, Sintzheim fue
nombrado gran rabino de Francia, el primero entre ellos.)
El Sanedrín se inauguró en la sala San Juan del Hotel
de Ville de París, el 9 de febrero de 1807. Se extendió durante un mes; podía
haber durado más, pero un jesuita intrigó para que no continuase.
Esa “imaginación” que acicateaba a Napoleón hizo que
“disfrazase” a sus rabinos con un vestuario especial: una larga funda negra,
con suntuosos bordados. A Sinztheim le encasquetó en la cabeza una suerte de
sombrero alto con dos cuernos, sobre una base de lujosa piel. Todavía hoy no se
sabe si estos diseños tuvieron un origen real, ni siquiera lo conoce el
descendiente del gran Sintzheim. Quien hizo malabares para mantener al judaísmo
dentro de “la ley” al mismo tiempo que contentase a Napoleón. Éste, de cierto
modo, buscaba la obediencia a él. Sintzheim lo entendió enseguida; ¿no había
ensalzado al Emperador el día de su aniversario, el 15 de agosto de 1806?
El rabino inauguró el Sanedrín con un: “¡Oh Israel,
séanle dadas gracias al libertador de su pueblo!”.
Luego se le consagró a Napoleón una plegaria, así como
un Cántico a Napoleón el Grande. Con su propensión a lo épico y a lo titánico,
¿Napoleón se creyó un nuevo Moisés? En cualquier caso, una medalla y un grabado
de 1807 lo representan dándole las Tablas de la ley ¡al propio Moisés! Lo cierto es que el Sanedrín estableció al judaísmo
como la tercera religión de Francia, junto con el catolicismo y el
protestantismo. Organizó toda la vida, civil y religiosa, de los hebreos en el
estado francés. Y los hizo entrar en la modernidad. Lo que no pasó inadvertido
para un rabino: “Si Bonaparte triunfa, aumentará la grandeza de Israel, pero
ellos se marcharán y el corazón de Israel se alejará del Padre celestial”.
Los judíos ortodoxos rusos, los hasidim, se opusieron
fuertemente a lo que en definitiva era asimilación. La oposición más encarnizada al Sanedrín y sus
resultados provino, no obstante, de los estados cristianos de Europa. El zar
Alejandro de Rusia se levantó contra la libertad acordada a los judíos, e hizo
que la Iglesia Ortodoxa designase al corso como el “Anticristo y enemigo de
Dios”. También reaccionaron contra el Sanedrín, Austria, Prusia e Inglaterra. Y
hasta el propio tío de Napoleón, el cardenal Fesch, quien sin embargo le debía
no poco de su nombramiento eclesiástico a su sobrino: ¿cómo éste se había
atrevido a resucitar a una antigua asamblea de la que nadie se acordaba,
integrada por los descendientes de quienes habían “matado” a Jesús?
Link origen:
PROCLAMA DE NAPOLEÓN BONAPARTE A LA
NACIÓN JUDÍA
PROCLAMA A LA NACIÓN JUDÍA
Cuartel general Jerusalem,
1ero floreal, año VII de la República Francesa
(20 de abril de 1799)
Bonaparte, comandante en jefe de las armadas de la
República Francesa en África y en Asia, a los herederos legítimos de la
Palestina:
¡Israelitas, nación única que las conquistas y la
tiranía han podido, durante miles de años, privar de su tierra ancestral, pero
ni de su nombre, ni de su existencia nacional!
Los observadores atentos e imparciales del destino de
las naciones, aún si no tienen los dones proféticos de Israel y de Joel, se
dieron cuenta de la justeza de las predicciones de los grandes profetas
quienes, la víspera de la destrucción de Sión, predijeron que los hijos del
Señor regresarían a su patria con canciones y en la felicidad y que la tristeza
y que los suspiros huirían para siempre jamás. (Isaías 35. 10).
¡De pie en la felicidad, los exiliados! Esta guerra
sin ejemplo en toda la historia, ha sido emprendida por su propia defensa por
una nación cuyas tierras hereditarias eran consideradas por sus enemigos como
una presa ofrecida que desmenuzar. Ahora esta nación se venga de dos mil años
de ignominia. Aunque la época y las circunstancias parecen poco favorables a la
afirmación o hasta a la expresión de vuestras peticiones, esta guerra os ofrece
hoy, contrariamente a toda espera, el patrimonio israelí.
La Providencia me ha enviado aquí con un joven
ejército, guiado por la justicia y acompañado por la victoria. Mi cuartel
general está en Jerusalem y en algunos días estaré en Damas, cuya proximidad ya
no es de temer para la ciudad de David. ¡Herederos legítimos de la Palestina!
La Gran Nación que no trafica los hombres y los países
según la manera de aquellos quienes han vendido vuestros ancestros a todos los
pueblos (Joel 4. 6) no os llama a conquistar vuestro patrimonio. No, os pide
tomar solamente lo que ya ha conquistado con su apoyo y su autorización de
quedar amos de esta tierra y de conservarla a pesar de todos los adversarios.
¡Levantaos! Mostrad que todo el poder de vuestros
opresores no ha podido aniquilar el valor de los descendientes de esos héroes
que habrían hecho honor a Esparta y a Roma (Macabeo 12. 15). Mostrad que dos
mil años de esclavitud no han sido suficientes para ahogar ese valor.
¡Apresuraos! Es el momento que tal vez no volverá de
aquí a mil años, de reclamar la restauración de vuestros derechos civiles, de
vuestro lugar entre los pueblos del mundo. Tenéis el derecho a una existencia
política en tanto que nación entre las demás naciones. Tenéis el derecho de
adorar libremente al Señor según vuestra religión. (Joel 4. 20).
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